Dios sólo llama a las diecinueve

¿Ella también soñara por las noches conmigo? Porque cuando despierto se me repite el sueño hecho agua, desde una fuente a la superficie llana y su derramar constante entre el sudor y más sudor, dentro de la habitación alguien me observa, alguien me mira escondido en la oscuridad de la noche.

Son las diecinueve y suenan mis vecinas campanas de la iglesia, repican llamando a misa sagradamente todos los días de la semana a la misma hora, mientras los convocados se persignan entrando a depurar sus pecados y sentimientos perversos, yo me levanto a trabajar por la noche. Dios hace un llamado, a la diecinueve son horas de despertar, el despertar llama a cuidar la carne ajena y no soy un gato en una carnicería, no somos carne ni nada de eso. ¿Esta autorizado enamorarse de una puta? ¿Sería capaz de convencerla de dejar ese trabajo de mierda? Le diría que conociéramos el amor juntos, que la cobijaría en mis brazos día y noche, que escucharía sus lamentos y que limpiaría sus heridas que sangran cada vez que son evocadas, secaría sus lágrimas y le explicaría lo que puedo explicar, le enseñaría lo que sé y ella me miraría con sonrisa tierna de dulzura asiendo mis manos a las suyas. Ella me diría que está maldita y yo caería enfermo y moriría por esas fauces contagiosas las veces que sean necesarias.

¿Habrá soñado ella conmigo alguna vez?

El delirio de lo escenarios, pensar en la repetición de los actos, en el movimiento de los brazos y el andar de las que caminan descalzas. Estoy de pie en el zaguán entre luces rojas que nos tiñen a los que se quedan y a los que pasan, monocromáticos hombres que de no ser rojos serían grises, pequeños machos de apariencia desagradable por no decir feos, hombres feos que pasan entre vestimentas de realidades dispares, algunos ternos y camisitas y corbatas, otros como si fuera la última cola del sueldo que les va quedando de jornadas del laborioso trabajo, los clientes, los puteros, me gustaría saber que piensan todos estos hombres rojos de calentura que pasan afilando el diente, rabiosos botando saliva en forma de dinero. Adentro después del pasillo rojo se escucha la música y el ruido del parloteo de aquellos que no se escuchan porque la música supera los simples alaridos de los monocromáticos que observan a las mujeres bailar. Un tipo me paga la entrada mirándome con ojos caídos, mostrándome una culpa que no me debería por qué mostrar, no soy el curita llamando a la misa aunque podría serlo. ¿Qué sentirá la mujer de ese hombre que paga su entrada pidiendo disculpas, cuando su marido posa diez lucas entre las tetas de una bailarina? La guagua llora y la mujer es la preocupación personificada porque su esposo no llega, porque debe estar fornicando como un desquiciado cuando el recién nacido es mecido en los brazos de su madre que mira por la ventana corriendo la cortina, esperando que llegue su amor.

¿Es la prostitución una violación pagada?¿Es el trabajo algo parecido?

-No te puedo dejar entrar- le digo a un mal aparecido sujeto que intenta entrar al zaguán rojo de la lujuria – nos reservamos el derecho de admisión.

El tipo transforma su mirada calenturrienta en una de odio y de ojos sagaces que ignoran lo que digo dentro de un rostro desformado por la calentura que no tarda en posarse en su oído el celular y una llamada. No tarda en salir mi jefe y darle un efusivo saludo con un abrazo fraterno de amistad eterna, no tardo en comenzar a rascarme los dedos y a comerme la mucosa que habita entre mis labios y mis dientes. El jefe me hace un lado y lo deja entrar entre risas y recuerdos de antaño, me mira y me llama hacia un lado:

-Tu lo que tienes que ver no son las vestimentas – y mientras dice eso saca su billetera repleta de dinero negrera – esto es lo que tienes que ver realmente – y la billetera me la pasa por la cara como si fuera un falo buscando su respectivo placer.

El jefe va en busca de su amigo quien se ríe de mi humillación.

-Te la pusieron – comienza mi compañero con el que resguardo la entrada – y sin vaselina – continuando con la premisa de los chanchos que vienen a satisfacer sus placeres a este mundano lugar. Me ofusco y agacho el moño, como si uno supiera que entre más mal vestido es el sujeto que llega más amigo es del dueño.

Al terminar la jornada, entre los primeros albores del día comienzan a salir los hombres cansados, rojos, duros y decididos a no volver a gastar tanto dinero en un lugar como este, cuántas veces he escuchado eso y cuantas otras he visto a esos horripilantes volver una y otra vez. Sale el amigo del jefe, con otros sujetos comentando sobre una negra, una rusa o una paraguaya, comentando nacionalidades y colores como platos de fondos, como postres, asado a la olla con puré, tiramisú y quizás que otras metáforas. Seguido a este sujeto viene el dueño que vuelve a hacerme un lado

-Mañana y para siempre necesito que llegues una hora antes, si no lo hace estas des – y con su indice me golpea en el pecho – pe – y vuelve a golpearme y sus ojos – di – revelan que la droga es poderosa – do – oh su nariz, su nariz se cae a pedazos.

A las dieciocho no suena ninguna campana, Dios no llama nadie a las dieciocho, me levanto y miro que las campanas están quietas, no repican, su dorado reflejo está inamovible desde mi habitación. Desearía que Dios estuviera en todos los lugares, pero solo aparece donde las campanas suenan.

Al llegar al trabajo está ella, la flamante flamígera del desvelo nocturno, el sueño hecho carne menuda y huesos frágiles, la blancura de la paloma rellena de la clara del hombre, sobre ella pesa una falda de cuadros burdeos y blancos que me terminan por confundir y enloquecer.

– ¿Y ese disfraz? – le comento inocentemente.

– Voy en tercero medio aún.

Hermosa flor del jardín que a punta de empalmes no correspondidos se deshoja marchitándose lentamente antes de tiempo ¿soñará por las noches? ¿O sus sueños son como aquellos martirios en donde seguimos soñando una y otra vez lo que hicimos durante el día y los sueños serían pesadillas en donde hombres van y (se) vienen? Ella se distrae mirando hacía la calle y observo sus rodillas rojas porque su blancura llega a la transparencia y ella también es sangre. Subo la mirada luego de su falda el sweter azul que me revuelve las vísceras por lo prohibido y el morbo.

-Tio si viene mi abuela dígale que vine un rato y tuve que irme a hacer un trabajo para el colegio – y me sonríe tratando de comprar mis palabras, con las margaritas que se marcan y me llama tío, con su camisa blanca como su piel y la corbata gris como los hombres que pasan una y otra vez, comprando la inocencia, robando lo prístino de aquella joven onírica.

Ya entrada la noche la luna se posa sobre el cielo que de los morados pasa a los azules oscuros, un uña cortada que se balancea por sobre los escaparates centelleantes y fluorescentes llamando al salvaje bandido.

– Nos reservamos el derecho de admisión, no te podemos dejar pasar – le decía a un horrible hombre que intentaba pasar por el zaguán rojo y que por sus manos negras podría intuitivamente adivinar de que se trataba de un mecánico, continuo – a menos que en esa billetera tengas el suficiente efectivo – y de su bolsillo saca un fardo de billetes de veinte – pasa – y el gris hombre se fue de rojo y desapareció.

He visto tantas tetas y culos que ya nada de eso me excita, solo el amor me pone de veras, me pone duro como un jalero, derretido como un queso fundido, el amor me enamora como un liceano primerizo en la puesta en juego de sus emociones. Y ella iba en tercero medio, toda una vida por delante y yo que en aquel entonces me creía invencible e insuperable, tal vez sentía ser el más inteligente de la clase y ahora no era más que un mono con navaja que trabajaba para otro simio con más dinero que yo, no soy más que un peón de lo más bajo de la superficie. Desde las alcantarillas de mis sentimientos recibo un llamado, es el jefe que me ordena cerrar el local de manera inmediata y con la orden estricta de no dejar salir a nadie, nos miramos con mi compañero y hacemos la labor sin pensar en las causas ni menos en las consecuencias. Le digo a mi compañero que resguarde la entrada, que me internaré en el local para saber que es lo que sucede. Entre penes de hombres horripilantes y tetas de mujeres hermosas camino hacía donde me apuntan a una dirección, como si fuera un policía yendo a la escena del crimen.

Entro a la habitación en cuestión, y en la cama yace, levemente contorsionada, totalmente desnuda con su porcelana resplandeciente de cascaron de vida terrenal.

– Quema el uniforme – me dice el jefe pasándome las mismas ropas que horas antes ocultaban la belleza viva de la mujer que aparecía en mis sueños. El aroma frutal de chicle de sus pilchas sube por mi nariz y veo su rostro que muestra una leve sonrisa ¿estará soñando? ¿la muerte será un sueño eterno? ¿o esto no será ya la eternidad y un sueño?

Salgo de la habitación con la orden de mi jefe, dentro del local el humo del cigarro y el olor de cuerpos transpirados a sexo no se inmutan ante la muerte de una joven, no existe la solidaridad entre las colegas, menos entre los hombres tristes que con su fealdad compran hasta su respiración, paso por el zaguán y mi compañero me pregunta que sucede, ve el uniforme y le hago solo una señal de manos para que entienda lo que pasa ahí dentro. Salgo a la vereda que se alumbra fuertemente por los tubos titilantes que llaman al despilfarro de dinero. Saco el encendedor.

Vuelvo a casa, el trabajo ha terminado para siempre para mi, no hay razones para volver, el uniforme que tenía que quemar lo guardé en un cajón que había mantenido vació por si alguna vez una mujer vivía conmigo. El día lo paso en vela, no duermo, a las diecinueve la campanas repican llamando a misa. Dios llama nuevamente. En un arrebato de furia, saco un hacha que ocupaba para picar la leña de invierno y furibundo camino presto a la iglesia. Al llegar los feligreses me miran con espanto y el cura aún más, yo solo atino a posar mi índice en mis labios en señal de silencio y de un solo hachazo corto las sogas que mantienen en el aire las grandes campanas que no tardan en caer estruendosamente partiéndose en pedazos. Porque Dios no tiene derecho a volver a llamarme nunca más, libero a estos pobres suplicantes del perdón y la culpa y de paso al cura que de seguro es un pedófilo como lo son todos. Porque al cortar esas campanas Dios se fue a ver bailar mujeres desnudas, como pequeños néctares en donde se posan las libélulas y las diecinueve pueden ser las una, las cinco o quizás quién sabe.

Vuelvo a la casa ya más calmado, abro el cajón donde guardo su último traje de la vida, lo huelo y lloro hasta que este mal sueño se acabe.

Una respuesta a “Dios sólo llama a las diecinueve”

  1. Me ha encantado tu texto. También eso que tan estupendamente relatas es la vida. Otra vida, oscura , escondida en ese rojo que todo lo tapa. Sólo alguna vez nos acordamos que existe «esa otra vida»

    Le gusta a 1 persona

Deja un comentario