El último beso

I

No sé si era la cuarta o quinta vez que nos juntábamos, el mismo día a la misma hora en el mismo lugar, todas las semanas. Las primeras veces que nos habíamos juntado poco y nada del tiempo era invertido en una productiva conversación, más bien aquellas tarde solo servían al besuqueo juvenil, sentados en los pastos del Parque Ecuador. A medida que pasaban las citas me preguntaba hasta dónde podría llegar mi mano, su cintura siempre iba a ser un lugar seguro en donde el respeto es entendido, pero me seguía entrampando en esa pregunta y miraba a las eternas parejas entre los pastos de parque que no temían a nada y se daban tremendos y fogosos besos que eran apenas calmados por el agua que caía en una cascada que nacía del Cerro Caracol.

Ella aún no llegaba y me senté en una banquita cerca de esa cascada que dejaba todo húmedo a su paso, con una tranquilidad bajaba por donde no había sido encausada y mojaba los peldaños que llevaban a ella. Que fácil sería tratar de llegar a la cascada misma y caerse por lo mojado de los peldaños de la escalera, un golpe en la cabeza y la muerte. Que extraño me hacía sentir pensar en la muerte en medio de un lugar tan aparentemente tranquilo. Traté de pensar en otras cosas y me dedicaba a observar si es que tal vez ella venía por acá o por allá, quién sabe, me hacía el que buscaba sentado, pero el pensamiento de que algo malo podría pasar aún perduraba a pesar de que trataba de distraerme observando mi alrededor.

De repente me pregunté qué estaba haciendo y pensé en ella, que no tardó en aparecer a lo lejos con su caminar presto y esbozando una sonrisa al verme. Se sentó y comenzó a contarme los pormenores del viaje, que se le había quedado la billetera con el pase en la casa y se dio cuenta cuando estaba en el paradero y que había un tipo raro en la micro que la miró todo el rato y ella tuvo que cambiarse de puesto, se ponía las piernas entrecruzadas por sobre el asiento de concreto y me preguntaba con una cara gentil que qué contaba de bueno.

Yo le decía que de bueno muy poco, mi viaje a este lugar había sido sin incidentes y que quería ir hacia otro lugar. No sé que cara habré puesto después de lo que dije porque aún no terminaba de hablar cuando ella comenzó a insinuar con una cara coqueta algo que yo no había evocado, yo quería irme porque el pensamiento de la muerte me había asqueado y ella pensó que se trataba de una propuesta.

Ella me besó sin previo aviso interrumpiéndome y decía cosas como que al fin me había atrevido o que validaban mi identidad como hombre, que mis compañeras me han dicho que tiraban aquí no más, a las faldas del cerro y que lo pasaban de lo más bien.

II

Se me revolvía la guata y comenzaba a pasarme las mejores películas en mi cabeza, agradecía mirando el cielo al que había puesto un parque a las faldas del cerro.

Pensamientos al lote se presentaban cuando una amazona me llevaba a la selva del amor, recordaba en ese entonces nuestro primer beso que fue una tarde después de clase, con mis compañeros hacíamos la cimarra y todos los cabros del Enrique Molina estábamos esperando a las chiquillas del Fiscal, algunos compañeros tenían su caserita de siempre, otros ya estaban pololeando y otros como yo trataba de pinchar por aquí por allá, pero siempre con resultados escuetos, unos intercambios de números que siempre traían algún número malo o mujeres que miraban con desprecio a esta manada de hombres hormonales en busca de mujeres. Los calientes de siempre, vociferaban entre ellas cuando comenzaban a salir del colegio y yo al menos no era un malintencionado ni un caliente, yo quería enamorarme. Una vez escuche a mi tío decir que los pobres siempre nos enamorábamos, no como los cuicos que buscan siempre su mejor conveniencia. En mi sincera búsqueda del amor la encontré a ella, que siempre me miraba cuando salía y yo pollo siempre me cagaba entero para hablarle y decidía ir a otras mujeres que siempre me terminaban rechazando, ella observó días lo que hice y me lo dijo cuando la abordé por primera vez. Yo le fui sincero, quería experimentar el amor y sus consecuencias, ella lo encontró de lo más novedoso y el resto fueron besuqueos acompañado de conversaciones cortas que siempre llevaban a besos. Como sabía que ella también de algún modo se había puesto en la misma intensa sintonía del amor juvenil trataba de siempre mantener el respeto y por eso me cuestionaba sobre hasta donde tenía que llegar mi mano o quizás cuantas citas tendrían que pasar para poder tal vez hacer el amor, tal vez si hubiese sido otra hubiese tocado algo con mis manos antes o hubiésemos tenido sexo en el cerro, pero la historia era distinta.

Ella me guiaba por el cerro entre papeles confort y envoltorios de condones de aquellos que no tuvieron que adentrarse ni diez metros en el cerro para deshacerse de sus necesidades, sentía como latía en mi trasero mi billetera con el eterno condón que tenía ahí, regalado por mi tío. A mi me gustaba hacer el amor con mi paloma en la naturaleza, es lo más lindo que hay, me decía mi tío, con mi palomita siempre lo hacíamos, cuando íbamos a San Pedro cerca de la Laguna o en algún cerrito por ahí de quién sabe qué nombre, una vez estábamos en esa cuando llegaron tres tipos a molestarnos, nos empezaron a gritar cosas y yo no les aguanté, empezaron a denigrar a mi palomita, yo me subí los pantalones y salí detrás de los weones que salieron corriendo después de unas buenas patadas en la raja. Ahora me sentía orgulloso, experimentaría hacer el amor con una mujer en medio de la naturaleza, entre raíces y boldos que les deshojaba y olía sus hojas que quebraba.

III

Siempre había soñado con esto, decía la chica que comenzaba lentamente a decir cosas que hacían un prologo erótico de primera, no era algo que estuviera leyendo, no era una porno de la web, era la vida real, una mujer diciendo cosas que me calentaban y yo no podía parar de pensar en como podría abordar aquello, que tan difícil podría ser poner un condón y rogaba pensando en que tal vez ella sabría ponerlo, pero me aterraba la idea de que si ella sabía ponerlo quería decir que no era virgen y no sé porque siempre nosotros los hombres le otorgamos tanto valor a algo que no quiere decir nada. Siempre escuchaba las historias de mis compañeros y contaban los lujos y detalles de lo que hacían, y la verdad es que yo no sé ni mucho ni poco sobre esto, pero la pasaremos bien, me decía con una voz entrecortada por el empinado camino que habíamos decidido tomar para el encuentro del amor.

¿Conoces este cerro? Ella me dijo que no, que subía por él por puro instinto y miraba para todos lados como observando si podría aparecer por ahí algún fisgón y al no decidirse me miraba para atrás, me besaba en los labios y procedía a subir por entre los troncos caídos y enredaderas que dificultaban el paso. La empinada subida por el cerro nos dejaba cansados y en esas pausas que hacíamos sobre las hojas comenzábamos a besarnos y la eterna timidez de mis manos fueron arrebatadas por sus manos que indicaban con el ejemplo que podía tocar donde yo quisiese. En ese besuqueo de lenguas encontradas pensaba en como iba a llegar mañana al liceo a conversar con mis compañero de la hazaña que había hecho y todos los pormenores de lo que estaba por suceder, ella también yo me imaginaba, que iba a llegar al liceo al otro día e iba a decirle a sus compañeras que la tenía de este tamaño que lo hacía de tal manera, que me faltaba esto o que estuvo super rico, o quizás que cahuín se iba a armar por nuestras bocotas y luego de la reflexión pensaba que todo lo que en este lugar pasara iba a quedar recordado en nuestros corazones para siempre y que iba a guardar silencio de todo y cuando mañana me preguntaran los chiquillos que qué pasó ayer yo le diría que lo de siempre, nos besuqueamos en el parque y listo.

Ella daba unos besos largos y eso a mi me gustaba, me gustaban por dos razones: la primera es porque cuando ella decidió salir conmigo, que fue ese mismo día que la abordé fuera de su liceo ella me dijo que le gustaban los besos largos y apasionados lo cual me gustó por su sinceridad y la segunda razón es que aquellos besos que ella me daba siempre me dejaban el sabor de ser su último beso. Las primeras citas que solo fueron de besuqueo me recuerdo horas interminables en un beso eterno que ahora iba a ser consumado como solo dos jóvenes se podían atrever.

IV

Su mano traspiraba y cuando el paso hacía un lugar más piola se dificultaba ella se soltaba de mí y comenzaba a subir empeñosamente su camino, yo atrás la miraba y me quedaba embobado mirando como su falda ondeaba y mostraba por vez primera lo que era fruto de una elucubración sexual eterna por las noches insomnes que a veces se resbalaban en noches húmedas. Quería verla desnuda, como dios la trajo al mundo, pero sabía que eso era casi imposible en un lugar como este y se lo dije, quiero verte desnuda y ella me miró para atrás con una risa nerviosa, y caía en cuenta que lo que decía no era más que otra frase que caía en todas esas que había dicho ella con anterioridad en donde tratábamos con palabras llevar las brazas listas para arder, ella siguió caminando ya más lentamente como tazando el objetivo con su cara sonrojada de vergüenza y cansancio, yo por mi parte trataba de buscar otra frase para salir de la incomodidad que había recaído en mi gratuitamente, por arte y magia de mi mismo. Quiero conocer tu desnudez, dije como refutando lo que había dicho anteriormente, tratando de dar a entender de que lo que me importaba no era solo su cuerpo, si no que me importaba cosas de la mente, cosas intangibles, cosas que no existen si no más que en nuestros pensamientos o incluso no caemos en cuenta jamás en estas cosas mientras no seamos capaces de entablar un dialogo coherente entre dos seres, ella me miraba como no entendiendo lo que decía, pero eso era lo que yo creía. Te la vas a jugar, me preguntó, y yo le respondí que sí sin pensar.

Llegamos a un lugar y al parecer era el indicado, pero cuando ya las cosas empezaban a acalorarse nos percatamos que aún desde el camino por donde subía la gente a la cima del cerro podíamos ser observados, por lo que con nuestro ya fuego prendido seguimos buscando el lugar ideal para la realización de nuestro cometido.

Ella me llevaba de la mano en todo momento, cuando de pronto su húmeda mano me dejó de asir y se tapó la boca en señal de horror. Con un movimiento pendular un cuerpo colgaba entre las ramas de un aromo, un hombre vestido de terno con una soga hecha artesanalmente por el mismo intuyo, su propia corbata y cinturón se mezclaban con su cuello deformado y un olor a humano que expelía, el verdadero olor que tiene el ser humano impregnaba todo el lugar. Mi chiquilla se puso a llorar en el momento mientras yo intentaba de entender que era lo que estaba pasando, que había que hacer en esos casos, me pregunté incluso si tal vez estuviera vivo, lo cual era ilógico, su cara blanca y desfiguraba mostraba lo más crudo de nuestra sociedad. Un maletín de cuero café estaba sujeto a un árbol cercano, al encontrarlo sin buscar atiné a abrirlo y a revisar lo que tenía en su interior. No lo hagas me dijo mi enamorada, nos podrían echar la culpa a nosotros, mientras yo comenzaba a leer la montonera de papeles que tenía, en donde versaban en un lenguaje jurídico que no entendía, demandas y acciones judiciales que no comprendí pero que de alguna forma me decían que eran la razón por la que nos encontramos a este hombre. Cómo va a ser nuestra culpa si es un evidente suicidio, ella por lo contrario decía haber visto las suficientes series como para saber que a veces los suicidios no son realmente suicidios. A veces hay gente que por obligación debe morir, por el honor como los samuráis japoneses, o como Salvador Allende en nuestro país. Y el silencio se apoderó de nosotros y el cuerpo se movía junto con el vaivén de los árboles que nos ensombrecían y entristecían nuestros rostros que hace unos minutos se sentían más vivos que nunca y de pronto se veían envueltos en la muerte y quedábamos ambos pensando en las razones, en los por qué, de lo valiente que hay que ser para acabar con nuestras vidas teniendo por antonomasia la experiencia humana, la mala suerte esta echada me decía, tratándome de convencer de que el suicidio de aquel sujeto era inminente, en medio de la tranquilidad de los antiquísimos árboles que se movían a un ritmo que no evocaba a la muerte que presenciábamos.

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